12 octubre 2012

El Teatro Espiritual



El teatro espiritual.
 

La espiritualidad es tan bella que muchas veces se la desea, como se hace con las virtudes, por el adorno que proporciona. Pero si a la espiritualidad le falta la expresión exterior de la virtud, que todos pueden ver y que tantos admiran, muchos se turban y desesperan, y está claro que con ello pierden la esencia de la misma espiritualidad. En realidad, y es doloroso tener que decirlo pero es así, los seres humanos no tenemos que sorprendernos de vernos, desde el momento en que nacemos, sometidos al ego y llenos de deseos.

En la “normalidad” de nuestra vida cotidiana no nos damos cuenta que la humanidad está enferma, pero por poco que reflexionemos veremos que cabe la posibilidad de vivir de una manera mucho más espiritual. Por desgracia, aunque nada es tan grande y tan noble como la espiritualidad nada es tan ridículo y tan bajo como la idea ignorante que se forman de ella muchos individuos que desean que se les tome por espirituales. La persona espiritual es lazo de unión y de paz en las familias, es amistad eterna y lleva en su interior la luz que ilumina el camino de la vida. La persona que es espiritual ama a Dios y es por completo enemiga de la superficialidad y de la frivolidad.

Hay cosas que parecen y otras que son. Distinguir perfectamente la apariencia de la esencia, la imagen de la moral, no es tarea fácil, pero sí provechosa. ¿Es posible diferenciar la crítica honesta de la vituperación maliciosa, la indignación de la ira, el desdén de la envidia? A estas actitudes las distingue únicamente la textura del alma, porque la acción es siempre mecánica y responde a una fuerza soberana que la anima. Así lo que en un ser humano íntegro es sana indignación, en el mezquino puede ser cólera impotente. Todo se reduce a un juego de intenciones.

Hay quien ofrece un serio espectáculo pretendiendo ser lo que no es. Condenándose a la hipocresía y a la mentira se enajena de sí mismo para entrar en un Universo ficticio, desconectado de su propia realidad y carente de toda consistencia. En el camino de la espiritualidad no es lícita la teatralidad ni la representación. Hay quienes se disfrazan y toman la máscara y las apariencias de la espiritualidad y del conocimiento, consiguiendo con este engaño pasar a los ojos del mundo por personas compasivas y santas. De esta forma descuidan sus deberes fundamentales y levantan un edificio sin cimientos. Pero no siempre hay hipocresía y malicia en estos amaños, pues frecuentemente nacen debido a la falta de inteligencia, a los desequilibrios emocionales y a un exceso de imaginación, todo ello mezclado con un deseo inmoderado de imitar a grandes “santos” o figuras espirituales. No ven estas personas que no es únicamente el hecho lo que verdaderamente importa, sino también el espíritu con que se realiza.

Una de las virtudes más dignas es la humildad. Algunas acciones realizadas por espíritus nobles con fines adecuados serían verdaderas locuras si las hiciéramos personas corrientes y, además, no animadas con el mismo espíritu. Es lamentable que algunos pretendan trazarse un método de vida como si vivieran en determinadas comunidades “religiosas” e imiten en todo a personas muy particulares y con formas de vida muy concretas.

La hipocresía religiosa es una falta muy grave. Este teatro espiritual, aún en aquellos casos en que se manifiesta inconscientemente y más bien con apariencias de mal hábito contraído que con deliberado ánimo de engañar, es algo inapropiado. La hipocresía espiritual es todo lo contrario de la sencillez. La afectación, la beatería ñoña, la tendencia a escandalizarse por cualquier nadería, el disimulo, y todo lo que suponga un formulismo hueco en la práctica de la espiritualidad, es inapropiado. Frente a esta duplicidad toda la severidad e inflexibilidad es poca. Nuestros pensamientos, sentimientos y actos deben ser siempre dignos de un espíritu noble y elevado. Ser una persona espiritual no consiste, ni mucho menos, en torcer el cuello, inclinar la cabeza y caminar afectadamente, sino que se fundamente en ser siempre conscientes y obrar de manera adecuada. Pocas cosas hay que hagan degenerar tanto la nobleza espiritual ni nada que haga tanto daño al camino de la Luz como el taimado disimulo. Las personas que se comportan con hipocresía se pierden en pensamientos maliciosos; para ellos la prudencia consiste en ocultar el propio corazón detrás de las maquinaciones y el pensamiento bajo el velo de las palabras engañosas. Esta es la prudencia que se enseña a los hombres y a las mujeres desde su juventud; se llama cortesía y educación a la perversidad del corazón, y se desprecia a aquellos que la ignoran. La persona espiritual es consciente, atenta y obra siempre de forma adecuada y justa. Pero el mundo deshonra esta sencillez del alma justa, y sus sabios llaman necedad a esta exquisita delicadeza de la virtud.

La hipocresía no puede aliarse con la espiritualidad. Muchos de los que se consideran espirituales poseen una prudencia extremadamente atenta y cuidadosa para las controversias, los honores, los rangos y para atesorar y, en definitiva, actúan movidos por deberes imaginarios, por un celo sofisticado y una cierta “espiritualidad” artificiosa. Bien lejos de ser sencillos, la mayor parte de las personas que se dicen espirituales no son sinceras, sino falsas y disimuladas con su prójimo, con ellas mismas y con Dios. El disimulo y la afectación son vistos como una equivocación por todos los corazones nobles, porque tanto en el interior como en el exterior debe resplandecer en las personas la sinceridad. La espiritualidad debe ser inocente y franca, porque el camino espiritual es recto, de ninguna manera indefinido ni torcido. Por esta falta de franqueza y de naturalidad, por este amaneramiento, muchos que se dicen espirituales inspiran desconfianza, aunque no estén desprovistos de cierta virtud. La inocencia, la franqueza, la rectitud y la lealtad inteligente, en nada se oponen a la prudencia, sin la cual la virtud misma se convierte en vicio y se hace ridícula.

Para que todos nuestros pensamientos, sentimientos y actos estén realizados en Dios y con Dios, es necesario que no prescindamos nunca de la consciencia, del discernimiento, de la razón y del sentido común. Somos seres racionales y hay oscuridad e ignorancia en todo lo que se hace sin cabeza. En el camino espiritual todo es luz e inteligencia. Por eso resulta asombroso ver cómo pueden llamarse “maestros” o “guías” los que ni tan sólo han llegado al primer curso en prudencia y conocimiento puramente humanos.

Todas las cosas grandes tienen su origen en las cosas pequeñas de la misma forma que los granitos de arena forman la enorme extensión de los desiertos. En moral no se concibe la grandeza sin una humildad profundamente sentida. La espiritualidad se alimenta de pequeños actos, y cuanto más profundizamos en la espiritualidad más valor les damos a los pequeños actos y más fácilmente sacamos a la luz el móvil y el objeto verdadero de tales actos.

La espiritualidad no debe estar construida con actos heroicos ni con trabajos de gran envergadura. No se tiene que confundir la más elevada espiritualidad ni con prácticas exteriores ni con ejercicios interiores. La espiritualidad se fundamenta en ser conscientes y en obrar de forma adecuada. Ella hace a todas las personas humildes y pequeñas en los brazos de Dios a la vez que grandes y magnánimas para realizar lo que se debe hacer. Sólo la espiritualidad otorga sencillez y humildad, aunque hayan individuos que se digan a sí mismos espirituales y estén llenos de afectación y de deseos de exhibición.

Saber tratar los caprichos, las acciones y las maneras descorteses del prójimo, la renuncia a nuestras oscuras inclinaciones, la tarea que realizamos para vencer nuestras aversiones, el conocimiento de nuestras imperfecciones, el trabajo constante para mantener nuestra alma en un estado constante de limpieza y el amor hacia nuestra propia equivocación son grandes y bellas virtudes si contemplamos la vida con consciencia y con amor, aunque el hinchado orgullo de la humanidad no lo crea así.

Devoción sí, pero fariseísmo no. La espiritualidad es un asunto de dentro y de fuera, y no se debe que olvidar la importancia que tienen los dos aspectos. Hacer de nuestros actos el objetivo de la vida o hacerlo de nuestra vida interior señala inmadurez espiritual y es un indicio de un excesivo amor propio. Muchos parecen espirituales por la forma exterior que presentan, parecen rebosar humildad y sabiduría, pero en realidad no viven espiritualmente. Cuando el camino espiritual se desequilibra porque se da más importancia a un aspecto que a otro se convierte en una práctica equivocada y puramente humana que es preciso tratar de forma inteligente y firme.

Estas personas aparentemente espirituales ofenden más a Dios con el corazón, con su disposición interior, que con sus obras. Después de haber abandonado ciertas costumbres groseras adquieren otras maliciosamente refinadas con lo que sus diferentes egos se fortalecen en su interior. Empapados de conocimiento erudito aparecen por fuera como modelos de perfección espiritual. Pero suelen ser muy impresionables y muy celosos de su reputación espiritual, de modo que sus impurezas son más intensas que en otras personas que parecen menos espirituales. No es raro que la vanidad y el orgullo espiritual se escondan en el interior de quienes menos sospechamos y en la ceniza que queda de los antiguos egos.

La grandeza se encuentra en ser conscientes y obrar adecuadamente en la humildad de la vida cotidiana. Pero las acciones que se realizan en ella deben tener como fin obrar en justicia, cumplir lo que se debe hacer, sin tener ningún otro motivo egoísta que acompañe a la acción. Si no se obra de una manera limpia la vida se reduce a un absurdo, la podríamos comparar entonces a árboles en flor que no llegan a dar fruto.

En religión, en política y en la apreciación de los valores en cualquier orden, los seres humanos difícilmente respetamos los límites que pone y señala la sabiduría. Nos comportamos como un mal jinete que con dificultades guarda el equilibrio y se mantiene sobre la silla. De la misma manera que rompemos casi todo lo que tocamos y desafinamos en tantas cosas, al recorrer el camino de Dios continuamente hacemos lo mismo. El camino espiritual lo recorremos personas que ignoramos los valores eternos y nos encontramos poco evolucionados. Y, no importa cual sea nuestra categoría o distinción social, las personas poco evolucionadas nos equivocamos continuamente.

En su ignorancia, quienes son ambiciosos sufren en su ansia de perfección absoluta. Pero la perfección no es más que un sueño dorado que no es de esta vida. Debemos usar el discernimiento y comprender la sana filosofía que nos dice que en toda creencia hay siempre de más y de menos, y que no todas las prácticas espirituales convienen a todos. Entre los individuos simples que tienen anhelos de perfeccionamiento existe una glotonería espiritual que multiplica hasta el exceso las prácticas. Esta avidez les impide tener en cuenta que siempre existe una diferencia entre las personas evolucionadas y las que no lo están, y esto hace que no las seleccionen ecuánimemente.

El invitado que asiste a una gran fiesta y ve ante sus ojos la variedad de alimentos y licores, sólo come y bebe lo que cree conveniente, sin criticar lo que comen y beben el resto de convidados ni murmurar sobre la esplendidez de quien los invita. Invitadas todas las almas al banquete espiritual, cada una debe escoger el camino que se ajuste a su forma de ser. Sin murmurar ni criticar lo que hagan otros, sabiendo que si nos entregamos a gran número de prácticas, de devociones y de obligaciones, se amortigua el espíritu de vida, se apaga el ánimo y se cae en una especie de avaricia espiritual en la que se amasa todo con la misma intención de quien se quiere enriquecer pronto. La humanidad no se da cuenta que la perfección no consiste sólo en las acciones que se realizan, sino también en la disposición interior del espíritu. Y es que todos los seres humanos, sin excepción, somos unos niños grandes que tenemos que trabajar para alcanzar la madurez, y sólo se llega a la mayoría de edad espiritual cuando el alma prácticamente ya es toda luz.

Cuanto más se avanza por el camino espiritual menos fórmulas se necesitan, por eso las almas evolucionadas no se apoyan en reglas, normas ni doctrinas, sino que son por completo libres. Y esto parece ser difícil de comprender, sobre todo a quienes a duras penas pueden alcanzar un ápice de luz.

La más elevada práctica espiritual consiste en ser conscientes y en obrar de forma justa y adecuada en todo. Pero el ser humano normalmente necesita de otras prácticas menos perfectas con el fin de prepararse. Aquí es muy necesaria la virtud de la templanza y de la moderación si se quieren evitar los desvaríos, pues puede haber mucha vanidad y vana complacencia en el culto que se tributa a los ejercicios prácticos, a las imágenes y a los objetos. La persona que es verdaderamente espiritual no coloca su devoción, su fe ni su fervor en las cosas visibles ni en las prácticas y no necesita ningún objeto o imagen. Pero hay quienes parecen niños que tienen necesidad de juguetes.

Si un arquitecto se olvidara de la solidez y de la buena distribución de una edificación, y pusiera toda su atención en los adornos que dan belleza a los edificios, podríamos decir, acertadamente, que tal arquitecto se confunde y da más importancia a lo secundario que a lo principal. Nadie puede negar que los arabescos, los estucados y las cornisas tienen su valor, pero también es cierto que estos adornos dañarían más que aprovecharían, por ejemplo, al levantar casas económicas. En los asuntos del espíritu es incalculable el daño que hace la ignorancia del orden de los valores pues, aunque todo lo que existe tiene su valor, debemos aprender a discernir lo esencial de lo secundario y lo mejor de lo bueno.

El plano que no perciben directamente los sentidos comunes y el mundo que normalmente se percibe brotan de la misma fuente, y en vez de enfrentarlos pensando en que algo es material o es espiritual es preferible pensar que todo proviene de Dios, que todo es Dios y que vivimos en Él, aunque debamos ordenar todas las cosas según su valor e importancia. La filosofía, la historia, los noticieros, la política, la economía, la bolsa, las nobles rivalidades entre pueblos, la vida social, la radio, la televisión, el cine, el teatro, los deportes, etc. no son cosas de las cuales una persona espiritual deba apartar siempre los ojos con horror y con asco. El iniciado en el camino sabe que la espiritualidad más elevada consiste en ser plenamente consciente y obrar adecuadamente en todas las circunstancias de la vida, y que el marco personal en el que se desenvuelve no es más que el escenario que le brinda la oportunidad de aprender a ser espiritual.

Los seres humanos podemos bien poco por nosotros mismos. Cuando tiramos una piedra sólo alcanza ésta unos pocos metros y al momento cae al suelo, donde antes estaba esperando que alguien la pisara. Pero si es la mano de Dios, la misma que esparce las estrellas por el firmamento, la que tira la piedra, ya no hay quien la haga caer ni la desvíe de su órbita. De la misma manera, cuando la gracia divina se derrama sobre una persona, llenándola gratuitamente con dones naturales y sobrenaturales, con consuelos y con caricias, no sólo la reviste de luz y de claridad sino que la enciende con un fuego purificador y la baña de consuelo, de paz y de belleza. La empuja a amar y a hacer el bien. Dios mismo la impulsa y se vale de ella como instrumento para aplastar la maldad con la fuerza del bien.

En este profundo estado de amor y de conocimiento, el ser humano es feliz y hace felices a cuantos le rodean. Es un apoyo seguro para los que vacilan en sus caminos inciertos, es luz para los que caminan en las sombras de la ignorancia y de la duda y es fundamento para los que caminan por el sendero de la espiritualidad.

Es un espectáculo bellísimo ver a una persona espiritualmente desarrollada. La conversación y el trato con ella no cansa nunca, al contrario, produce gozo y alegría. Dueña de su espíritu y de su voluntad, se mueve en una atmósfera de serenidad contra la que nada pueden hacer las necesidades físicas. Su consciencia se baña por completo en un océano de luz divina, su voluntad está definitivamente orientada hacia la bondad absoluta, su corazón se mueve por un solo amor y todo su ser se goza en Dios, en una paz tan completa que ya no puede vivirse nada mejor. Cuando se ha gustado una vez este bienestar interior todo otro placer se ensombrece, se vuelve pequeño y de ningún valor.

Pero por sublime que sea la imagen que presenta una persona espiritual esparciendo a su alrededor la felicidad interior que le inunda, es más hermoso verla luchando a brazo partido contra la adversidad que le asedia por todas partes. La vida de estas personas también está llena de trabajos, de dificultades y de tentaciones. Las contradicciones, las tristezas y las responsabilidades, también decoran la vida de estas sublimes personas. Pero el consuelo de la sabiduría les da aliento y dulzura.

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